domingo, 17 de junio de 2012

Columna de Historia de la Música Nº 11


Johannes Brahms (1833-1897)

 

Robert Schumann lo llamó “elegido”. Un distinguido músico decimonónico lo designo como la “tercera B”, luego de Bach y Beethoven. Con semejantes cartas de presentación, es menester presentarles a Johannes Brahms, que en este caso nos muestra su veta más popular.



"Pensaba que, un día, se presentaría de improviso alguien llamado a manifestar de forma ideal la más alta expresión de su tiempo, alguien que nos daría la perfección magistral, no a través del desarrollo gradual de su ingenio, sino de golpe, como Minerva cuando salió enteramente armada de la cabeza del Crónida. Y esta sangre joven, cuya cuna vigilaron las Gracias y los Héroes, llegó. Su nombre es Johannes Brahms; llegó de Hamburgo donde componía en un silencio oscuro, pero sobre el cual vigilaban Gracias y Héroes. Se inspira en las formas más difíciles del arte. En su persona se veían todas las señales que nos anuncia: he aquí a un elegido...".

La prosa de Schumann, siempre florida, supo anunciar antes que nadie el advenimiento de una de las figuras mayores de la segunda mitad del siglo XIX. Considerado por muchos como un progresista, por otros tantos como un reaccionario, la música de Brahms supo conservar bien altas las banderas del clasicismo austro-alemán en un siglo que marchaba raudamente, de la mano de Liszt y Wagner, hacia lo que a comienzos del siglo siguiente sería la disolución de muchos de los  principios rectores de la tradición musical europea. Brahms compuso copiosamente para orquesta, piano y cámara, además de canciones y obras corales de diversos géneros. Si bien se lo suele recordar especialmente por sus obras  monumentales (como por ejemplo las sinfonías tercera y cuarta, el réquiem alemán, los conciertos para piano y violín, etc.), Brahms fue uno de los más dotados miniaturistas del siglo (en este sentido, su admiración por la música de Schumann lo convirtió en un digno heredero musical). Basta recordar que la que probablemente sea la  canción de cuna más famosa de occidente le pertenece (Wiegenlied: Guten Abend, gute Nacht”, Op. 49, No. 4, de 1868). En nuestra columna, tenemos el gusto de presentarles unas canciones de amor en forma de pequeños valses para voces y piano a cuatro manos. Aquí va la primera :





 

¿Qué habrá pensado más de un adalid de la intelectualidad europea al enterarse de que el gran Brahms, el autor inmortal de obras talladas en mármol y bronce, el continuador – para muchos – del titán de los titanes (L.V. Beethoven, claro) y uno de los grandes  arquitectos del romanticismo, no solamente expresaba sin reservas su admiración por el archifamoso vals del Danubio Azul, sino que además era amigo de su autor y se lamentaba, medio en chiste, medio en serio, por no haber compuesto esa melodía él mismo? “Que digan lo que quieran” exclamaría Johannes, y nosotros le damos la razón. En lo que no podemos acompañarlo es en su “lamento” : la verdad que como melodista Brahms no tenía de qué quejarse. En 1869 publica una colección de canciones en forma de valses sobre adaptaciones de textos folklóricos rusos, polacos y húngaros. El vals vienés y la música de danza de Schubert son dos influencias marcadas que, junto con la habitual inspiración Brahmsiana, dan lugar a estas  piezas encantadoras. Hoy escuchamos en nuestra columna dos números breves de las colecciones Op. 52 y Op. 65 :







Como siempre, esperamos que disfruten del material. ¡Hasta la próxima! 









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