Si definiéramos escuetamente al Romanticismo como una corriente de pensamiento en la historia europea que exalta ante todo la imaginación y la emoción, Robert Schumann se nos presenta sin lugar a dudas como el artista romántico por antonomasia. Su biografía condice trágicamente con aquella idea, netamente romántica, del artista como personaje sufriente, inestable y atormentado. Aquejado de serios trastornos mentales en su vida adulta, su muerte prematura en un instituto psiquiátrico a la edad de 46 años truncó una carrera en la que se alternaron períodos de una creatividad desbordante con graves crisis nerviosas. Profundamente influido por la literatura, desarrolla en paralelo a la composición una notable actividad como crítico musical en la que, dando muestras de una notable generosidad, se da el gusto de presentar en sociedad a compositores como Chopin, Mendelssohn o Brahms, desconocidos hasta ese momento por el gran público. Frustrado tempranamente en su carrera pianística (debido probablemente a una parálisis parcial de su mano derecha provocada por un envenenamiento con mercurio, tratamiento habitual de la sífilis en esa época) compone en la década del ´30 una cantidad considerable de obras para piano que se cuentan entre las más preciadas del siglo XIX. Al escribir para el teclado, Schumann va a contramano del virtuosismo efectista tan en boga en las salas de concierto de su época : en líneas generales, su música no suena tan “difícil” como resulta realmente su ejecución. Prima ante todo la expresión, como corresponde a un poeta de su talla.
Baste como pequeña muestra de su talento una joyita de una de sus obras más conocidas para piano : el Carnaval Op. 9, un conjuntos de piezas breves para piano en el que desfilan diversos personajes significativos para el autor. La pequeña pieza número 12, titulada “Chopin”, logra plasmar en unos pocos compases la esencia de la expresividad tanto del homenajeado como del propio Schumann :
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