Dejamos a continuación el artículo que Julia Bowland comentó en relación a los Artistas Callejeros.
Por Adrián Paenza
El 12 de enero del año 2007, un joven vestido con una remera de mangas largas, jeans y usando una gorra con los colores de un equipo de béisbol de los Estados Unidos llegó a una estación de subte de la ciudad de Washington. Bajó algunos escalones y se ubicó al lado de un tacho de basura. Llevaba una caja pequeña. La abrió y sacó de ella un violín.
Apoyó la caja en el piso. Tiró él mismo algunas monedas y unos pocos billetes para usarlos como “invitación” a los transeúntes. Sopló un poco su instrumento para sacarle el polvo y se dispuso a... “tocar el violín”. Era viernes, alrededor de las 8 de la mañana. La estación hervía de gente, apurada por llegar a sus trabajos.
El joven ejecutó seis obras de música clásica. En total, de acuerdo con los que “monitoreaban” la situación, en casi 43 minutos pasaron por el lugar 1097 personas.
La elección de la estación no fue casual. Su ubicación podría haber sido el equivalente de nuestras Florida y Corrientes o Perú y Avenida de Mayo. La mayoría de los pasajeros era de clase media, empleados bancarios o que trabajaban en el medio de la city.
Cada uno de los transeúntes, como les habrá pasado alguna vez a usted y a mí, tuvo que tomar algunas decisiones:
* ¿me paro y escucho?
* ¿tiro algunas monedas?
* ¿camino rápido con la idea de evitar la culpa?
* ¿ignoro todo absorbido en mi propio mundo?
* ¿si la música es buena... dejo algún dinero?
* ¿y si es mala, cambia en algo mi determinación?
* ¿me tomo algún tiempo para disfrutar de la belleza?
* ¿me muestro fastidiado, condescendiente, abrumado?
* ¿o no muestro nada?
La lista de preguntas podría seguir. Usted agregue las suyas.
Mientras tanto, yo sigo. Lo que figura acá arriba es una adaptación mía de un artículo de Gene Weingarten que salió publicado el 8 de abril del año 2007 en The Washington Post. Pero hasta acá, ¿qué tendría de “distinto”? ¿Por qué habría de llamar tanto la atención que haya un señor tocando un violín en una estación de subte? ¿No es acaso el paisaje con el que tropezamos desde siempre o, mejor dicho, desde que se inventaron los subtes?
No. En este caso, hay una diferencia. El muchacho de jeans y remera de manga larga era Joshua Bell. Quizás a usted ese nombre no le diga nada. En todo caso, si le importa, a mí tampoco me decía nada (lo cual demuestra cuán alejados estamos, usted y yo, de tener cultura musical).
Pero Bell era, ya en ese momento –hace tres años–, uno de los mejores violinistas del mundo. No sólo eso: las seis piezas que eligió son de las más difíciles de ejecutar aun para los más expertos. Como dice Weingarten, el autor del artículo que salió en el diario norteamericano, “muchos lo intentaron, pero sin éxito”.
Aún hay más: el violín que usó Bell fue un Stradivarius cuyo valor está estimado en tres millones y medio de dólares. Sí, como leyó: tres millones y medio de dólares.
Aquí me veo ya en la obligación de invitarlo a participar de EL experimento. La idea surgió en la redacción del Washington Post. Consistía en testear la reacción de la gente frente a algo descomunalmente bello, pero “fuera de contexto”, para tratar de entender la percepción y prioridades que tenemos. Es decir, ¿puede uno decir que frente a una situación de ese tipo reaccionaría deteniéndose y valorando lo que se le ofrece gratuitamente?
Joshua Bell nació en Bloomington, Indiana. Fue en diciembre de 1967. Y desde muy niño –como suele suceder en estos casos– se destacó como alguien diferente... al menos para tocar al violín. Pero el experimento del Washington Post los trasciende a todos: a Bell, a Stradivarius, a Bach y a todos los humanos involucrados en la puesta en escena. En todo caso, nos expone tal como somos.
Bell no eligió música conocida que fuera atrapante por lo conocida. Venía de tocar en Boston, llenando el equivalente de nuestro Teatro Colón, con entradas que costaban por lo menos 100 dólares. Es decir, el público que por allí pasó, esas más de mil personas, tuvieron oportunidad de escuchar la mejor música del género, ejecutada por uno de los mejores exponentes humanos para hacerlo y con uno de los instrumentos más valiosos que existen sobre la Tierra.
Usted ¿qué cree que pasó? ¿Qué supone que hizo esa muestra de la sociedad que salía de esa estación? Eran personas como usted o como yo. ¿Se podrá extrapolar y pensar que lo que sucedió allí es lo que pasaría en cualquier estación de subte del mundo? ¿Qué hubiera hecho usted?
No me lo diga a mí (igualmente no podría escucharlo), pero piénselo con franqueza y fíjese en cómo reaccionó cada vez que se enfrentó con una situación de ese tipo (alguien tocando el violín o algún instrumento en una estación de tren o de subte).
Cuando a Bell le ofrecieron hacer el experimento, le dijeron que la idea era evaluar si, fuera de contexto, la gente común sería capaz de reconocer a un genio. Bell no dudó en aceptar, pero puso una sola condición: no quería que apareciera esa palabra, genio. Y en realidad, si uno lo piensa, es ciertamente irrelevante.
Pero no me quiero escapar de los datos que se obtuvieron. En los casi tres cuartos de hora que duró el experimento, solamente siete personas se detuvieron para escucharlo al menos durante ¡un minuto! Veintisiete depositaron algún dinero, la mayoría apurada y sin parar y en total, al finalizar su actuación, había recolectado 32 dólares. Eso resume lo que hicieron durante ese lapso las 1097 personas que circularon por el lugar. O puesto de otra manera, 1070 de ellas no tuvieron tiempo para apreciar la belleza de lo que tenían por delante.
Obviamente, yo no voy a ser quien saque las conclusiones. No sólo porque no estoy en condiciones, sino porque no sabría qué conclusiones sacar. Pero sí tengo preguntas.
Este experimento, ¿dice algo sobre cómo somos?
¿Se puede inferir algo de él?
¿Hubiera pasado algo distinto si en lugar de haber sido en Washington hubiese sido en Buenos Aires o París?
¿Necesitamos que alguien nos tutele, nos diga “esto es lindo”, “esto es excepcional”, etc., para poder apreciarlo?
¿Cuánto de lo que opinamos es porque estamos “hablados” desde afuera, influenciados por lo que piensan otros?
¿Tiene que ver con que haya sido algo referido a la música, y muy en particular la música clásica?
¿Entrará en juego que la gente que pasaba por allí iba apurada a su trabajo y tenía citas a las que no podía llegar tarde?
Pero, si ésa fuera la explicación, ¿se hubieran detenido si quien estaba en el lugar de Bell hubiera sido Messi, haciendo jueguito con una pelota, o Ginóbili tirando al aro?
¿De qué depende? ¿De la popularidad? ¿De la fama?
¿Y cuánto hay de la oportunidad que se nos da a los humanos para distinguir lo que es bueno de lo que no?
¿Tiene acaso que ver con el poder adquisitivo?
¿Con la “cultura” adquirida?
¿Y la valoración de “lo bello” por encima de haber concurrido a cualquier escuela?
Quiero terminar acá, pero con una invitación: no se quede con nada de lo que yo escribí... siga pensando por su cuenta. ¿Qué hubiera hecho usted? O si eso no le resulta interesante, quizá le parezca valioso aprender a entender un poco más “cómo somos...” si es que “somos” algo tan uniforme. Su turno.
Este artículo fue publicado el sábado 6 de marzo de 2010 en Página/12.
* El artículo original de The Washington Post puede encontrarse en http://www.washingtonpost.com/wp-dyn/content/article/2007/04/04/AR2007040401721_pf.html
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